viernes, 19 de junio de 2009

Plagio de mí misma

Diciembre, 1983

Sucedió durante la noche. No lo supe hasta que desperté chapoteando en un pequeño charco pegajoso que resultó ser “ESO”. Me tapé con las sábanas hasta casi desaparecer, inexorablemente convencida de que iba a morir aunque era difícil determinar el por qué.
Mientras repasaba mentalmente la lista de pecados inconfesos intentando decidir si el peso de la balanza me arrojaría sin escalas al fuego eterno, llegó mamá gritando que se enfriaba el café con leche y no quedó otra que desembuchar. Esperé a que se fuera mi hermana -por las dudas- y le dije, toda acongojada:

“Mamá, tengo una enfermedad horrible... Me estoy desangrando, pero antes de llamar al médico mejor me voy a bañar.”

Y mamá se puso tan contenta que olvidó los retos por haberme rateado de las clases de Educación Sexual y seguir negando lo inevitable, se olvidó de todo en realidad, y salió corriendo a la farmacia a comprar mis primeras “alitas”.
A la tarde la llamé a Jorgelina para contarle, así lo habíamos convenido. Pero entonces caí en la
cuenta de la magnitud del secreto que estaba a punto de revelar y de que Jorgelina no podría (¡jamás!) retribuirlo, pues cuando lo mismo le ocurriera a ella sería ya demasiado tarde para detenerse a considerarlo.
Igual se lo conté pero le hice jurar y recontrajurar que no se lo diría a nadie del colegio y mucho menos a su mamá y a su abuela. Y cuando mencioné a los parientes de Jorgelina me acordé de los propios.
Mamá estaba en la cocina. Cerré la puerta con un golpe seco y amagué envenenarme con una botellita de esencia de vainilla si acaso se le ocurría la nefasta idea de contarle la noticia a mis tías, a mi papá, a sus muchas amigas y a quienquiera que pudiera olvidar u omitir en mi lista (ya desde pequeña me brotaba la abogada que no fui…)
Mamá prometió que no le contaría “a nadie más” pero que papá, las tías, sus amigas y algunas vecinas del barrio ya sabían t-o-d-o. Se me paró el corazón, estoy segura. Al borde de las lágrimas le arranqué la promesa de que no se hablaría del tema NUNCA-MÁS y BAJO-NINGUNA-CIRCUNSTANCIA en mi presencia, sobre todo mis parientas.
Por mi parte, pasé los siguientes años de mi vida negándolo todo abiertamente. Sólo mis diarios de aquella época registran las anécdotas terribles de las primeras menstruaciones, la ansiedad anticipada por encontrar el baño más próximo, la reserva desmedida de tampones en los sitios más recónditos queriendo autoconvencerme de que “con OB ni vos te das cuenta”. Confieso que hasta he llegado a robar tampones ajenos en situaciones de emergencia, qué vergüenza…
Crecer. Eso es lo que me daba tanto miedo, que me vieran diferente, que se patentara el hecho en las felicitaciones de conocidos y desconocidos que sonreían con complicidad y me miraban tiernamente, no porque me tuvieran algún afecto sino sólo porque a mi cuerpo se le había ocurrido sangrar. Fuck off!
Ahora no me parece tan terrible, ni siquiera creo que los hombres la pasen mejor. Y si existiera la remota posibilidad de volver atrás, estoy segura de que hasta lo disfrutaría.
Queridas hermanas, menstruemos en paz.


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