domingo, 19 de agosto de 2007

Pasta nostra

“Harina, huevos y, si la masa está seca, se agrega un poco de agua”. Así de fácil. Y qué relajante resulta meter las manos en la masa y hacer el bollito, para acá y para allá, hasta que está bien redondito y amarillo y listo para estirar.
Papá me regaló una máquina de pastas italiana, dos en realidad: la de los fideos y una raviolera que todavía miro con respeto y no me atrevo ni a desembalar. Una manera de hacerme saber cuánto extraña las pastas caseras de la abuela… ¿Y quién no? Son cosas que no se olvidan, aunque una tuviera tan sólo cuatro o cinco años y la cabeza llena de pajaritos.
Los sábados a la tarde la cocina estaba envuelta en una nube de harina. Sobre la mesa de madera descansaban los tallarines cortados a cuchillo que la abuela amasaba por toneladas. Después los colgaba en el palo de escoba, a la sombra, para secarlos. Y mientras tanto, yo jugaba con un pedacito de masa que al cabo de pocos minutos estaba duro como un cascote.
En el patio, apilados contra la pared, había siempre un montón de tomates perita bien maduros destinados a hacer conserva. La abuela, como buena tana, gustaba de lo casero y solía llenar enormes frascos con su deliciosa conserva de tomates que era la envidia de todo el barrio. Claro que los tomatitos tan panzones y rebosantes de jugo eran una verdadera tentación. El sólo verlos desataba en mí la necesidad imperiosa de estrujarlos entre mis manos y que el jugo escapando a borbotones dibujara curvas increíbles sobre la pared inmaculada. Ahhhh… ¡Qué felicidad! Uno tras otro, con malicia, explotar tomates era mi mayor placer… Hasta que la abuela, furiosa y provista del palo de amasar, salía corriendo de la cocina vociferando en dialecto palabrotas irreproducibles y yo corría a refugiarme en brazos de mi abuelo siempre listo para calmar las aguas. No siempre salía bien parada. A modo de castigo, he pasado horas cepillando la pared en cuestión que, pese al empeño, con el tiempo fue adquiriendo un tono rosado más que sospechoso.
Los almuerzos domingueros constituían el gran evento familiar. El abuelo presidía la mesa larga cubierta con el típico mantel a cuadritos. Excepto esa vez que vino de Italia el tío Francisco, un viejo centenario con pinta de capo mafia al que sentaron en el lugar de honor y que me dejó jugar con su reloj de oro mientras pasaba revista a los miembros del clan.
La abuela arremetía en medio de la charla con su fuente rebosante de fideos con tuco (a veces ravioles y juro que nunca he vuelto a comerlos tan sabrosos) y no cesaba de llenar los platos. A veces algún distraído tiraba la copa de vino sobre el mantel y entonces el abuelo mojaba indefectiblemente una miga de pan y se la comía diciendo “Salud”, una costumbre que mi mamá deploraba con toda razón.
Recuerdo una vez que el abuelo se atragantó con un pedazo de longaniza y hubo que arrancarle la dentadura postiza cuando ya casi estaba morado y a punto de fallecer. Fue un almuerzo accidentado. Guardaba la dentadura en un vaso, sobre la pileta del baño. Y yo me negaba a hacer pis “¡porque estaban los dientes del abuelo!”.
Mientras los chicos alborotados y “bien comidos” corríamos entre los macetones de piedra ocultos bajo enormes helechos, los mayores seguían de sobremesa gran parte de la tarde. Después del postre, el abuelo descorchaba algún licor casero de esos que queman la tráquea y al rato empezaba a cabecear. Y cada domingo revivía el ritual de la pasta nostra.
Mis tallarines caseros no tendrán el encanto de aquéllos que amasaba “la nona” pero me alcanza ver la cara de felicidad de mi papá para saber que voy por buen camino.
Andiamo! Andiamo! Che la pasta é pronta! A tavola!

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