miércoles, 19 de marzo de 2008

El olor del recuerdo

Últimamente me pasa seguido… eso del recuerdo involuntario, inquietante, como una ola que viene y se va, tan fugaz que no terminás de definir la línea que separa la memoria de la imaginación. Un olor a la vuelta de la esquina y ese olor trae a marejadas el recuerdo de una época entera y los hechos se encadenan entre sí sin que puedas evitarlo, y un maravilloso día de sol puede transformarse mágicamente en la peor de las pesadillas (difícilmente al revés).
La noche me sorprendió haciendo la cola en la pescadería, tratando de decidir entre el pollo de mar y un gatuzo que me miraba con esa cara de Pantriste... Tengo una curiosidad morbosa con los pescados, me hipnotizan los ojos vidriosos, los dientitos como agujas, esa actitud sospechosamente pasiva, como si de pronto fueran a girar la cabeza y arremeter a coletazos contra el pescadero y su caterva de doñas Rosas.

P: ¿No quiere lenguado, señora?
Yo: No, no… Lo que tenga fileteado, sin espinas.

A punto estuve de agregar “sin ojos ni escamas” pero entonces TODOS sabrán de mi aversión a las cosas muertas que duermen el sueño eterno en una heladera y miran sin ver y son tan reales y huelen tan raro…
Traté de evitarlo y no pude. Visualicé… fue como una ráfaga. Esa vez que fuimos con la tía al
Mercado de Pescado a verlo a Don Salvador, el marido de Lidia, porque la tía tenía que darle no sé qué cosa a Lidia y en vez de ir a la casa se le ocurrió que era mejor acortar camino y mandárselo a través de Salvador.
El olor nos atajó a unas tres cuadras, nauseabundo, pegajoso… Caminamos por las calles desoladas atisbando de reojo cualquier movimiento extraño, aunque era de día y en aquel entonces no había por qué temer. La desolación se debía al olor y a que el Mercado estaba siendo desmantelado paulatinamente.
Don Salvador tenía su puesto desde hacía añares. Había sido marino pero “desde el accidente” vendía pescado.
Nos saludó con sus maneras hoscas y se acercó rengueando. Entonces me pregunté si tal vez habría luchado con un tiburón y ahora tenía pata de palo, no podía dejar de mirar sus pies e imaginar garfios de piratas y dientes monstruosos.
Y los pescados me miraban desde el mostrador…
La tía hablaba sin parar pero yo no la escuchaba. De pronto Salvador pasó veloz por mi lado,
agarró el pescado más grande y más bocón, con los ojos como de gelatina, y empezó a sacudirlo delante de mi cara como si fuera una marioneta. Ay, no… ¡¡¡¿POR QUÉ ME PASAN ESTAS COSAS?!!! Emitía sonidos cavernosos y chapoteantes y yo estaba como paralizada mirando al pescado que bailoteaba en espasmos antinaturales… Salvador reía a carcajadas y yo sentía un frío oceánico que me subía por las costillas. Gracias a Dios, la tía se interpuso y lo obligó a detener la pantomima, pero para ese entonces yo temblaba de arriba abajo, aterrada.
A modo de consuelo, aunque probablemente sin entender por qué no me hizo gracia la broma, Salvador me regaló un kilo de cornalitos y unos talonarios de remitos “para dibujar”, eso dijo. Y nos fuimos rápido y en silencio, con el pelo y la ropa oliendo a arenque podrido.
Cómo son las cosas… Un episodio que no dura más de diez minutos y el recuerdo se queda pegado a la nariz toda una vida.

P: Señora… ¡Señora! ¿Algo más?
Yo: … ¿Eh? Ah, perdón… ¿A usted también lo mordió un tiburón?

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