viernes, 14 de marzo de 2008

Las manzanas de Nides

Tía Nides iba todas las semanas al mercado a pelearse con Nicanor, el verdulero, que con la birome colgando de la oreja grasienta lloriqueaba entre puerros y cebollas porque el sol abrasador había quemado toda la espinaca de la temporada. Discutían acaloradamente, Nides despotricaba mitad en castellano, mitad en gallego ininteligible, y Nicanor se mesaba los escasos cabellos sabiendo que a la larga terminaría llevando lo de siempre.
La vez que compró nueve kilos de manzanas verdes para una compota de proporciones galácticas, la acompañamos mi hermano y yo. Luis tendría entonces seis o siete años. Caminábamos por la vereda de la sombra arrastrando las bolsas pesadísimas, suspirando sin remedio, contando las baldosas que faltaban para llegar a la esquina. “¡Vamos, vamos, no se queden ahí!” y a desgano retomábamos el ritmo cansino, pausado, que es la venganza del oprimido que no teme exasperar. Y de repente… ¡cataplum! A la tía se le enganchó la chancleta en una baldosa floja, trastabilló, osciló peligrosamente hacia delante y hacia atrás, y con un grito ahogado cayó de bruces sobre la vereda.
Las manzanas volaron por los aires en un desparramo sin precedentes. Mi primera reacción fue socorrer a la tía que yacía despatarrada en posición vergonzosa. Pero siempre en estos casos se da el efecto inverso, la desgracia ajena te da risa, pero no una risita así nomás, una risa incontenible, una risa que te quita las fuerzas, cuanto más querés ayudar más risa te da y como en una película de cine mudo vas rememorando los hechos en cámara rápida una y otra vez y la risa se torna enfermiza, se adueña de todas tus acciones, desata un caudal de lágrimas y contagia, porque lo peor de la risa es el contagio, a la larga hasta “el caído” se termina riendo.
Y así fue que en pleno ataque de risa no sólo no logré levantar a la tía sino que se me cayeron las bolsas y mis manzanas fueron a reunirse con las otras, rodando cuesta abajo por la calle adoquinada en total alboroto. ¡Jua jua juaaaaaa…! ¡Jua jua juaaaaaa…!
Y los curiosos de siempre, asomados a la ventana, total el espectáculo es gratis... Menos mi hermanito que, sentado en el cordón, nos miraba con resentimiento… “¡No sé de qué se ríen! Por culpa de ustedes me perdí los dibujitos” Y ahí se quedó enojado, ofendidísimo, sin intención alguna de ayudarnos a recuperar las manzanas que para ese entonces yacían diseminadas por doquier. De a poco las juntamos, descartamos las más machucadas y seguimos nuestro camino con la frente bien alta, Nides exultando dignidad pese a que rengueaba y tenía el pelo todo revuelto.
No puedo comer compota de manzanas sin recordar la caída en desgracia de la tía. Y la risa me puede, me domina, me asfixia… como hace veinticinco años.

No hay comentarios.: