martes, 5 de mayo de 2009

Ballerina

El salón era inmenso, espejado de punta a punta, el piso de madera lustrada exhibía restos de resina, en un extremo el piano y ventanales antiguos apenas cubiertos por cortinas de muselina. Allí dentro era posible respirar un aura agraciada, liviana, etérea.
Malla negra, medias rosas, zapatillas rosas, pollerín rosa (¡puajjjjjjj!), prohibidas las alhajas y “el cabello cuidadosamente recogido en rodete alto con redecilla negra o invisible”.
Ana María era muy estricta con el vestuario, no se cansaba de repetir que “una bailarina debe lucir siempre impecable”. Había sido primera figura en el ballet nacional de Venezuela, tenía el gesto austero y la mirada infalible, se pasaba toda la clase caminando a paso lento marcando los tiempos con su bastón de caña.

“Derecha la espalda, meto cola y empujo el abdomen. Mirada al frente, eso es… Inspiramos lentamente y un, dos, tres, cuaaaaaaatro y subo. ¡Sin levantar los hombros! Otra vez… grand-plie leeeeentoooo ¡más lento! y subo empujando los talones hacia el piso…”

Perfection. Así la recuerdo, corrigiendo los degages y rond de jambe con precisión suiza. Al final de cada clase nos regalaba una improvisación al ritmo de un bonito adagio, elongación y belleza cuando el cansancio comenzaba a entumecer los músculos, luego el aplauso y un beso de despedida.
Por aquel entonces mi vida corría contra el reloj… colegio, música, pintura, ballet y clases de tejido. Mamá se las ingeniaba para combinar los horarios como un encastre a prueba de imprevistos. Pero bailar era entonces mi gran ambición.
Tenía ese problema con las zapatillas de punta, igual que Cinthia. Demasiada fuerza en los
tobillos, eso decían, la cosa es que no duraban nada y el gasto en zapatillas nos estaba llevando a la quiebra. Mamá las mandaba al zapatero que apuntalaba la suela con clavitos pequeños. “Con esto va a tener zapatilla para rato”. Pero claro, el arco quedaba tan tieso que al final me iba a terminar quebrando el peroné.
Me caía bien Cinthia, era bruta y poco delicada, la perfecta antítesis de una bailarina, pero me hacía reír y tenía un grand ecart digno del mejor contorsionista. Nada que ver con Marité y Sheila –qué nombre feo “Sheila”- que parecían encapsuladas en una burbuja de no-me-mires-ni-me-toques.
Marite tenía ojos verde agua, parecía una muñeca de porcelana en versión anoréxica, vivía en una casa de lo más coqueta y todos los chicos del barrio querían besarla. Sheila no era bonita pero, según Ana María, era poseedora del empeine más perfecto al que una bailarina puede aspirar. Andaban siempre juntas, murmuraban en los rincones y reían por lo bajo, a veces nos miraban como si les debiéramos algo.
Marité finalmente abandonó la danza. A Sheila le fallaron sus magníficos empeines y cayó
redonda sobre el escenario en aquella memorable puesta de Coppelia. De las tres “amigas de Swanilda” quedamos dos, Sheila se fue llorando tras las bambalinas y no volvió a bailar.
Ana María fue mi última profesora, quizá la que mejor recuerdo. Cada tanto me calzo las zapatillas e intento unas pirouttes, ya no tengo la misma habilidad aunque sí la actitud.
Algo han logrado conmigo, después de todo.

2 comentarios:

Luciano dijo...

Estos días pude ver a una de mis sobrinas que "va a danza". No sé si llegará lejos, si tiene los pies, la fuerza, la voluntad, pero le gusta, lo hace con gusto y se dobla como una soga la desgraciada.
Muy buena narración, como siempre.

Menta Ligera dijo...

Como una soga.. jajaja! Si, a esa edad sos capaz de todo. Ya no ando por ahi haciendo gala del don de la elongacion, excepto si la ocasion lo vale. Pero las zapatillas de puntas, tengo una coleccion.. Una vez que probas no podes parar!