martes, 11 de agosto de 2009

¿Taxi? No... gracias

Casi como meter la mano en la galera del mago y aceptar lo que venga… ¿Paloma o conejo? ¿Flores trucadas? ¿Un billete de lotería?
El hombre que me hace reír trajo de regreso –involuntariamente- algo enterrado bien atrás en el pozo de la memoria, algo que debería tener muy presente en los tiempos que corren y, sin embargo, es como si le hubiera ocurrido a alguien más, a una Menta de otra época, la que entonces no reparaba demasiado en los pequeños detalles, una Menta que corría contra el reloj con prisa y sin ninguna pausa.

Crucé la calle a los trompicones, desafiando el tránsito que aceleraba bajo un estampido de bocinazos. Una montaña de papeles en los brazos, cartera, bolsas y más papeles. Tarea para el hogar, cada vez más…
Paré un taxi en la esquina, exagerando las señas como un náufrago en una isla desierta. Lancé los petates sobre el asiento y me dejé caer resoplando fastidiada.
Siempre leo los datos del registro y hago cuentas con los números de la matrícula. Un pasatiempo como cualquier otro, aunque dudo que pueda recordarlos luego en caso de necesidad.
Y de pronto lo vi. Se balanceaba en el espejo retrovisor, apenas unos gramos de plástico pintado con colores chillones, un monito de cara cómica pendiendo de una pequeña horca. Suficiente para encapsular toda mi atención porque era, ni más ni menos, que el muñequito fatídico de esa película que me quitó el sueño una vez… “El coleccionista de huesos”.
Aquel taxista no era tal, era el truculento asesino de Manhattan, el de las escenas montadas con precisión quirúrgica que obligaba a la moralista agente Donaghy a trazar la cuadrícula y rastrillar el terreno en busca de otra pieza para el rompecabezas de Rhyme. El episodio de las ratas era especialmente perturbador, nada de sutilezas... Un monito idéntico adornaba el taxi en el que secuestraba a sus víctimas.

-¿En la esquina?
-Esteee… Cruzando, por favor.

Bajé del auto enredada aún en esa mezcla de fascinación y morbo, todo por un muñequito feo que no asusta a nadie.
Al poco tiempo lo olvidé. Siempre es así… las películas de terror me provocan pesadillas pero no puedo sustraerme a su encanto. Al día siguiente, a más tardar, habré olvidado todo.

Tiempo después -no puedo recordar cuándo, han pasado algunos años ya- tomé un taxi en la misma esquina. Cerré la puerta, indiqué el destino con un suspiro rutinario y me eché atrás en el asiento. El auto se detuvo en el semáforo, era de noche. El conductor giró repentinamente hacia mí y sonriendo dijo:

-Sabía que un día te iba a encontrar de nuevo.
-¿Cómo…?

Mi mirada se desvió mecánicamente al muñeco que colgaba del espejo y comprendí. Fue como si un abrazo de hielo polar me apretujara el estómago,
un segundo de parálisis total y el miedo oscilando como el oleaje en altamar.
Abrir la puerta me pareció la cosa más difícil de lograr. El tipo seguía hablando pero no lo escuché. Bajé, casi me lancé fuera del auto y corrí hacia atrás deshaciendo el camino, completamente enajenada y temblorosa.
No sé cómo me recuperé de semejante experiencia pero lo grave fue haberla olvidado. Podría haber sido horrible, podría no estar ahora aquí contándolo todo.
Hay que tener mucho cuidado, en especial si es tarde y estás sola y al subir al taxi un monito ahorcado te observa silenciosamente desde el espejo retrovisor…

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