viernes, 7 de septiembre de 2007

La cigüeña

Diciembre de 1988.
Fin de curso.
Liquidé segundo año con bombos y platillos. Y eso que promediábamos la edad del pavo y fue la época de los curitas nuevos que se parecían a Richard Chamberlain y por donde arrastraban la sotana dejaban un tendal de corazones rotos suspirando de amor y misticismo. Época de cosas pavotas como tomar sol en el patio durante los escasos diez minutos de recreo, con la camisa arremangada y el cuello abierto “hasta donde se pueda” sin cuidarse de las marcas ni de la ausencia de bronceador ni del chivo que te perseguía todo el día. Otra cosa pavota era salir del colegio a las tres de la tarde, famélicas y excitadas, con el jumper apenas tapando la bombacha y los libros en la mano (ese año la moda era llevar todo en la mano, nada de mochilas obsoletas) y dar un rodeo de veinte cuadras sólo para pasar por delante de la escuela de los varones buscando la oportunidad de intimar con el sexo opuesto. Pero los muchachos habían volado hacía rato y siempre quedaban los menos potables. Igual seguíamos insistiendo porque no hay persona más testaruda, comprometida y abnegada en estos menesteres que una quinceañera en celo.
Con el último tañido de la campana (en el colegio no había timbre pero dominábamos a la perfección el código morse) nos deseamos felices vacaciones y hubo lágrimas y festejos. Hasta la Hna. Hermelinda lloró de emoción… ¿o tenía conjuntivitis? Sí, debió ser eso porque ni picando cebolla se le caía una lágrima.
Me esperaba un mes arduo de estudio y trabajo ayudando a Natalia C y Patricia P con sus exámenes recuperatorios. Todavía no sé cómo me arrancaron la promesa… A fin de cuentas era cuestión de honor y no daba echarme atrás. Aunque las infradotadas se hubieran llevado una decena de materias cada una. Porque siempre hay de esas que se llevan hasta el recreo y después andan llorando por los rincones y rezándole a San Expedito para no repetir el año.
Una soleada tarde de verano, cuarenta y dos grados a la sombra y un vientito pesado y húmedo que anunciaba tormenta, salí rumbo a la casa de Natalia C provista de mis codiciados apuntes de Química Inorgánica y una rosca de Reyes con crema pastelera que mi mamá compró especialmente para alimentar el estudio.
Estudiamos, claro que sí. Y me sentí maestra ciruela por un buen rato. Pero esa tarde se percibía en el aire el tufillo de una noticia jugosa, reciente, de sospecha queriendo ser confirmada y de nada servía seguir dándole a Avogadro y su numerito maléfico, había que sacar la cosa afuera, desembuchar.

N: ¿Hablaste con Alejandra D?
M: Mmm… No… La iba a llamar hoy.
N: Ah…
M: ¿Es cierto lo que dicen?
N: ¿Vos cuánto sabés?
M: Que está embarazada… Es cierto ¿no?


Claro que era cierto. Se lo dijimos una y mil veces pero no hizo caso. No le importó. “A mí no me va a pasar.” ¡Pero te pasó, tarada! ¿Cómo creés que se hacen los bebés? Ingenua, boba. Y el novio, un imbécil que se las daba de baterista y lo único que tocaba era la bocina del camión de reparto de Crush, huyó despavorido al enterarse. Una historia como tantas otras y siempre el mismo final. Pensar que te las dabas de mujer experimentada cogiendo en cuanto telo barato encontrabas a tu paso y nosotras, las infelices, las mojigatas, escuchándote con los ojos desorbitados, creyendo que la tenías clara. Y ahora te iban a echar del colegio. Porque las monjas son así, estas cosas no las perdonan. Tras siglos de intolerancia van corriendo a tirarle piedras a la pobre Magdalena.
¡Tonta, retonta!
Pero lo hecho ya no tenía remedio. Y durante nueve meses sufrimos, reímos, lloramos, retuvimos líquidos, tejimos batitas y escarpines y el día que el niño vio la luz se encontró rodeado de una docena de tías orgullosas y babosas que peleaban por hacerle upa.
Fueron momentos difíciles. Elegir por la vida…
Aunque ahora resulte bochornoso recaer en la consabida frase “pensar que te tuve en brazos” cuando la criatura debe contar ya la edad que teníamos cuando nació. Diosss... Cómo pasa el tiempo. Quién lo hubiera imaginado…

(Me leo y no lo puedo creer… Estoy parafraseando a mi tía Clotilde, la de las caderas con forma de pera).

1 comentario:

Sofi dijo...

La volviste a ver a Alejandra? Era medio rara esa chica... A vos se te pega toda la gente rara... como YO (ya se, antes que me lo digas...)
Me encanta que sigas escribiendo. Conta mas de AC!