miércoles, 10 de octubre de 2007

El neozelandés, el diluvio y los tomates

Parece que a pocos metros de mi morada anduvo dando vueltas un neozelandés y yo sin saber. Fue la semana pasada. Ni una palabra de castellano pero dicen que era una delicia de muchachito de casi dos metros de altura. Se deshacía en agradecimientos pero no permitió que lo besaran, haciéndose eco de una costumbre ancestral según la cual está mal visto que la gente se toque y se bese. No hubo manera de hacerle entender que acá se besan hasta los perros.
Todo marchó bastante bien hasta que el viernes se desató la feroz tormenta con granizo incluido y el pobre neozelandés quedó atrapado en un auto camino a Lomas, el agua subiendo rápida y peligrosamente y el remisero haciendo maniobras insólitas para trepar a la vereda en medio de Pavón en hora pico. Dicen que a punto estuvo de desmayarse. Al final son todos iguales… Cuanto más grandes más pavotes.
Pero es cierto que últimamente las tormentas amedrentan al más aguerrido. Yo soy la primera en cazar el teléfono y llamar al primero que tenga ganas de hacerme el aguante, cuestión de no estar sola escuchando los truenos que me ponen la piel de pollo. A falta de excusas, soy capaz de hacer el pedido de Coto por teléfono con tal de escuchar una voz amiga del otro lado de la línea que no me abandonará al menos por un largo rato mientras repasa conmigo el precio de los aceites, los cereales y los tomates.
Los tomates… El boicot está dando resultado porque ayer constaté con mi verdulero amigo que el precio record bajó a la mitad y hay otros tomatitos más baratos, los brasileros creo, pero parece que son incomibles. Ahora que bajaron los tomates sube la calabaza y, según dice, sigue la papa. Es la guerra de la papa. Cuidado que esta lucha a brazo partido, encabezada por doña Rosa y sus secuaces, no nos tape los ojos y nos desvíe del fondo de la cuestión.
Dicho de otro modo, “que el árbol no nos impida ver el bosque”.

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