jueves, 6 de noviembre de 2008

Anochecer de un día agitado

Por una vez decidí hacer oídos sordos al despertador que chilla como un descosido a las 6:30 de la madrugada. Media vuelta y que sean quince minutos más. Pero no hay caso… Signor Pittore es puntual como el té inglés y no es cuestión de que me sorprenda en paños menores con el pelo revuelto y ojeras de trasnochada.
Con el andar cansino del sueño que tarda en disiparse me lavo los dientes, despacito… El espejo me devuelve el reflejo de lo que preferiría ignorar, incluido el granito reciente que asoma a un costado de la nariz desafiando las leyes de la exfoliación y la máscara de pepino que me hace ver como la bruja mala del cuento.
Sospecho que el agua fortalecerá mi aún lastimada autoestima, renovará mis esperanzas, de algún modo me revitalizará. “Pero… ¿qué pasa? Está fría…”
Me seco los pies y emprendo la caminata rumbo al calefón que misteriosamente se ha apagado. “No puede ser… Si yo no lo toqué…” El primer intento resulta fallido, no importa, pruebo otra vez. Ni un click, no hay chispa. De nuevo, a no desanimarse, ahora veo las chispas pero no
enciende el piloto, la perilla está atascada. De nada sirve maldecir al santo protector de los calefones si el desgraciado no coopera. Se hace tarde, el tiempo apremia, se impone la auténtica ducha fría. Claro que no es la primera vez y afortunadamente hace calor…
Hecha una furia emergí del poco reconfortante baño y la emprendí de nuevo con el calefón. “¡Pero la p… que te rep…! ¡No me vas a ganar! ¡Yo soy la que manda en esta casa!”
Pero parece que no lo entendió, o quizá lo disgustó mi actitud y se vengó. La perilla se partió al medio y un trozo respetable de uña de mi dedo pulgar salió despedida como un proyectil. Pasada la fracción de segundo que involucra sorpresa, incredulidad, deseo de volver el tiempo atrás y viajar a la dimensión desconocida, el dolor se adueñó de mi mano que de a poco se iba tiñendo de un rojo brillante y pegajoso.
Madrugar a la fuerza, bañarse con agua fría y perder una uña batallando con el calefón no pueden ser buenos augurios. No, señor.
Limpié los rastros de sangre, consolé al dedo dolorido y salí a la vida, a cambiar de aire, no importa si el colectivo tarda en llegar, si se acabó mi provisión de mentitas ultra fuertes, si tengo examen de Nutrición y olvido por el camino las propiedades de la vitamina E…
A fin de cuentas no importa, siempre se puede estar peor. Y vaya si hoy me he levantado cruzada que la primer persona que me dirige la palabra es nada más ni nada menos que el chico del que estuve enamorada la mitad de mi vida adolescente, que ya no es tan chico y me mira con insistencia como si me reconociera o deseando ser reconocido. Ingrato, nunca reparó en mi existencia y me viene a mirar justo ahora que no tengo tiempo ni ganas, me duele el dedo, estornudo nubes de polvo y sólo ansío disfrutar mi libertad.

-Nosotros nos conocemos…
-¿Eh? Ah, sí, creo que sí… (obvio) De algún baile del colegio, puede ser…
-Vos eras compañera de mi hermana… Araceli.
-Esteee… Cierto (¿cómo se acuerda?) ¿Anda bien Ara?
-Sí, muy bien. Qué lindo encontrarnos, yo vivo acá cerca… ¿vos?
-También.
-Ah… Con tu marido ¿no? ¿Tenés chicos?
-Che… qué bien se te ve, capaz nos cruzamos otro día y te cuento mi historia sin fin… Pero ¿ves? ahí viene el colectivo… Y no tengo chicos. ¡Chau! ¡Que sigas bien!


Al menos me devolvió la sonrisa. Y vaya si me hacía falta…
Por fin anochece y este día turbio va llegando a su fin. Las paredes de mi hogar empiezan a lucir como en las revistas, ya es mío el sommier que me desvelaba y en el que pienso descargar toneladas de energía sexual abrazada a mi cirujano enamorado, el sol se pone a desgano sobre la ciudad acalorada y de a poco empiezo a sentirme “como en casa”.


No hay comentarios.: